lunes, 29 de febrero de 2016

NÁUFRAGOS

El incendio de los laboratorios Madrid Films, declarado la tarde del primero de agosto de 1950 devoró tal y como se recuerda, ya lejanamente supongo, una parte considerable del cine español filmado hasta la fecha. Por supuesto, si hacemos caso a las teorías conspirativas de turno, se quemaron porque había allí almacenadas algunas bobinas "comprometedoras", así irremisible y expeditivamente extraviadas sin tener que tomarse la molestia de seleccionarlas de entre las demás. Las imágenes de los noticieros de la época, con docenas de latas humeantes apiladas en la calle, son desoladoras, tanto como si se hubiese perdido el mejor de los archivos, aunque es probable que pocas de aquellas películas fuesen muy valiosas.
Ardieron ese día por ejemplo casi todas las que había hecho Eduardo García Maroto, que ya poco más dirigió y un puñado de las que hasta la fecha había filmado Jerónimo Mihura, que aún recordaba en sus últimos años, con circunspecta nostalgia, los tiempos en que junto a su hermano Miguel había intentado transponer a la España de los 40 lo que sus admirados Lubitsch y Capra venían haciendo en Hollywood desde el decenio anterior.
A no ser que aparezcan copias de los masters en alguna parte, nunca sabremos si en varias de esas obras dadas por perdidas fueron capaces de igualar la insólita proeza que en varias ocasiones Edgar Neville o una vez Llorenç Llobet-Gràcia sí alcanzaron y de la que no se quedó lejos Juan de Orduña, pero al menos en una de las supervivientes, la última que rodaron cuando tocaba a su fin la década, los hermanos Mihura alumbraron la película que permite imaginar que eso es posible.
"Mi adorado Juan", sesenta y siete años ya a sus espaldas, sigue siendo una de las comedias más audaces del cine de cualquier cinematografía de esos años.
Atrevida y original sobre todo porque el elemento de fantasía del guión - ese descubrimiento científico para dejar de una vez por todas de perder el tiempo durmiendo y no acusar la fatiga, que resulta inverosímil porque se materializa y no permanece como una quimera -, no es el que activa la suspensión de incredulidad del film, sino que es el tratamiento de asuntos pedestres convertidos en fundamentos "perturbadores" los que lo hacen: vivir con poco, rechazar la adulación, no pedir nada a cambio de mucho o repetir con alborozo modestas rutinas.


Tal es la determinación y adhesión a esas ideas que la planificación puede ser muy americana y recordar, además de a los maestros citados, a Van Dyke, LaCava, Wellman o Cukor, pero esa ciudad, estas peripecias o el mundo que se intuye al fondo del encuadre y de las palabras, parecen circunstanciales ante el influjo del personaje que las vive sin esgrimirlas como consigna ni pretender "convertir" a nadie. Juan (un perfecto Conrado San Martín) está apegado a un espacio pequeño, es de pocos alardes, más bien escurridizo y desconcertantemente equidista del anarquismo... y del buen samaritano de Leo McCarey, lo cual conduce directamente a Charles Chaplin.
De Chaplin o Lubitsch se pueden aprender muchas cosas, no sólo a hacer elipsis y a construir cómicamente una escena con cualquier situación, también, sobre todo diría, a componer una mirada sobre el mundo puramente cinematográfica que haga de nuevo subversivo el gesto humano.
Uno de los momentos más sorprendentes, cuando Juan se presenta en casa con un niño que ha encontrado en la calle y le dice a su mujer que ya tienen hijo, que los embarazos son demasiado largos - y ella acepta -, devolviéndolo sin pensarlo a donde lo encontró cuando sopesa que debe trabajar más para mantenerlo, que es un momento de hilarante crueldad casi sacado del arranque de "The kid", funciona como entonces, porque ha conseguido "demostrar" que es la misma conducta de moral "instantánea", la que lleva a la mayor de las entregas y al mayor de los desentendimientos.
Eloísa (Conchita Montes) y su padre (un fenomenal Alberto Romea) entran y salen con sus crisis de la "comuna" reunida en torno a Juan, pero en lugar de aportar sensatez y calma, son quienes protagonizan los momentos más divertidos, tomando la iniciativa incluso, por puro convencimiento.

viernes, 19 de febrero de 2016

EL DEMONIO DE LA TRISTEZA BLANCA

Restaurada y reestrenada en 2012, pero aún pendiente de edición doméstica o de una difusión más allá del circuito de festivales de aquella parte del mundo, "Lewat djam malam" (1953), permanece a estas alturas semioculta, como un recóndito clásico del cine indonesio, uno de los más desconocidos de entre los muy activos orientales en esos años.
Es tan generalizado el esplendor de este arte en la década de los 50, que sin necesidad de saber una palabra de su autor, Usmar Ismail, la sorpresa de que un film históricamente importante y en su día muy popular sea una obra extraordinaria, es relativa. Tampoco es inusual que tuviese razón Pierre Rissient, un paladín de esta cinematografía.
Quizá para muchos ojos occidentales, entonces o (peor aún) ahora, Ismail no sea un cineasta deslumbrante, una auténtica "alternativa" - un par de meridianos más al este y un par de años anterior - a la recordada eclosión de "Pather panchali" como gran foco de interés tras la revelación nipona de un lustro antes.
Atendiendo a lo que puede contemplarse en este film y lo intuido en alguno anterior visto sin subtítulos, las señas de identidad de su cine son más bien inevitables y ningún ingrediente exclusivo lo preside.
Son conceptos e ideas intemporales y por entonces universales como el equilibrio, el sentido del espacio, la fluidez y la musicalidad, el rigor o la habilidad para no quedar aplastado entre mil justificaciones socio-políticas que la coyuntura de turno invitaba a aprovechar, los elementos que distinguen su quehacer.
Tan pobre excusa es el exotismo para rebuscar debajo de las piedras amontonadas en alguna parte, como una necedad hacer de menos a quien no responde al canon estético establecido al azar de lo que se pudo conocerse primero del cine de un país o un continente, como nos ha enseñado la tardía revelación de Shimizu Hiroshi, Chen Bai y otros maestros profundamente originales y sin embargo tan discretos, tan sencillos.
Lo que importa es que "Lewat djam malam" no es película para amarillentos libros de consulta, sino una vibrante y trágica historia de rebeldía focalizada en este apesadumbrado Iskandar, de vuelta de una "revolución" que era, como tantas otras, también una farsa para favorecer a unos cuantos, un inadaptado al panorama decepcionante que se ha dibujado conforme ha triunfado la revuelta; un mundo utilitario y viejo hecho a la medida de una oligarquía sectaria que quiere lo de siempre: que nada se mueva y todo se olvide; un mundo sin sitio para alguien no muy diverso de tantos personajes inolvidables alumbrados por contemporáneos de Umar Ismail como Nicholas Ray, Stanley Donen, Jacques Tourneur, Joseph Mankiewicz, Naruse Mikio o Anthony Mann.
Ahí radica precisamente el mayor asombro que causa el film.
Hasta el jazz que a menudo suena en su banda sonora vive en el presente, nada alude a otra época y ni siquiera hay que mirar obligatoriamente, como sería muy normal, a los años 40, a tantos films de posguerra de William Wyler, William Dieterle, Orson Welles, Lewis Milestone o Fred Zinnemann - por no hablar de neorrealismos -, obras no precisamente baldías ni pasadas de moda, con una larga sombra que aquí no se divisa: los meandros con canciones son hawksianos, la noche rápida y espesa es de Preminger, los flashbacks encajarían en un Fuller.
Ismail no hace palimpsestos y combina todo sentida e imaginativamente, como quizá también hicieron compatriotas suyos como Wim Umboh o Nya Abbas Akup, sobre los que convendría investigar a fondo.